En un pequeño bar de barrio, que había conseguido hacerse una clientela más allá de los jubilados y los parados, su dueño, Pascual, vio que por la puerta entraban dos de sus más habituales cuando daban las once en punto de la mañana: Ramón y Luis. De lejos se escuchaba el vozarrón grave del primero:
- ¡Me vas a contar a mí lo que es eso! -exclamó Ramón, inundando los oídos de todos los clientes-. ¡Si llevo tras una carretilla y una pala desde que era así!
"Así" venía a ser metro y medio de estatura, sin duda mucho menos de los dos metros que ahora alcanzaba.
- Bueno, vale -respondió Luis dando muestras de calmar el diálogo y conseguir la paz-. Es verdad.
- ¡Más que yo nadie se ha dado sudadas! ¿Tú sabes lo qués, a las tres de la tarde en julio, estar ahí a tope, cuando todos están en su sofacico? ¡Buah!
En el mostrador, de los cuatro taburetes, tres estaban ocupados por hombres y uno por una mujer joven. Ésta le miró de reojo para averiguar de dónde venían aquellos gritos y después continuó prestando atención a su café y su cruasán.
- Además, que una cosa te voy a decir: acuérdate hace años que todo el mundo decía que venían muchos negros a quitarnos los trabajos, pero quiá -dijo Ramón agitando una manaza-: yo ya sabía que se vendrían todos a la zanja conmigo. Si están haciendo lo que nadie quiere. ¡Moza!
Exclamación dirigida a la mujer del cruasán, que reaccionó sabiamente fingiendo no reaccionar.
- Hay que ver, maja, qué mona que eres. ¿Estás soltera?
El cruasán seguía siendo lo más importante. Pascual, el camarero, se mordía la lengua y observaba.
- No dices nada o sea que sí. Pues mira, yo si quieres te invito a cenar hoy y luego lo que surja. Porque eres muy guapa -inspiró una flema que tenía atravesada en algún sitio de su garganta- y las tienes muy bien puestas.
Los otros señores fingían no escuchar, y el vozarrón dejó paso al silencio y a la mirada no correspondida de Ramón, que se limitaba a respirar al lado de la señorita. Ésta, tras unos segundos, cogió con ambas manos su almuerzo y se sentó en una de las mesas que había junto a la máquina del tabaco.
- Buenooooo -dijo, o proclamó, Ramón-. Si soy feo se me diceee, ¿eh? Hay que ver... Ponme un cafecico, Pascual, majo -ordenó, tomando la butaca ya libre.
- Marchando -respondió éste, quien añadió en voz baja-. Nunca dejaré de aprender de ti.
- Si eso ya lo sé -le susurró Ramón, ya sin gritar ni el menor asomo de bruterío-. A las mujeres les quito el taburete así -dijo chasqueando los dedos y recibiendo las sonrisas de los conocidos de al lado.
Y eso pasó en el bar de barrio aquella mañana que, adivinen por qué, solía llenarse casi en exclusiva de varones.
- ¡Me vas a contar a mí lo que es eso! -exclamó Ramón, inundando los oídos de todos los clientes-. ¡Si llevo tras una carretilla y una pala desde que era así!
"Así" venía a ser metro y medio de estatura, sin duda mucho menos de los dos metros que ahora alcanzaba.
- Bueno, vale -respondió Luis dando muestras de calmar el diálogo y conseguir la paz-. Es verdad.
- ¡Más que yo nadie se ha dado sudadas! ¿Tú sabes lo qués, a las tres de la tarde en julio, estar ahí a tope, cuando todos están en su sofacico? ¡Buah!
En el mostrador, de los cuatro taburetes, tres estaban ocupados por hombres y uno por una mujer joven. Ésta le miró de reojo para averiguar de dónde venían aquellos gritos y después continuó prestando atención a su café y su cruasán.
- Además, que una cosa te voy a decir: acuérdate hace años que todo el mundo decía que venían muchos negros a quitarnos los trabajos, pero quiá -dijo Ramón agitando una manaza-: yo ya sabía que se vendrían todos a la zanja conmigo. Si están haciendo lo que nadie quiere. ¡Moza!
Exclamación dirigida a la mujer del cruasán, que reaccionó sabiamente fingiendo no reaccionar.
- Hay que ver, maja, qué mona que eres. ¿Estás soltera?
El cruasán seguía siendo lo más importante. Pascual, el camarero, se mordía la lengua y observaba.
- No dices nada o sea que sí. Pues mira, yo si quieres te invito a cenar hoy y luego lo que surja. Porque eres muy guapa -inspiró una flema que tenía atravesada en algún sitio de su garganta- y las tienes muy bien puestas.
Los otros señores fingían no escuchar, y el vozarrón dejó paso al silencio y a la mirada no correspondida de Ramón, que se limitaba a respirar al lado de la señorita. Ésta, tras unos segundos, cogió con ambas manos su almuerzo y se sentó en una de las mesas que había junto a la máquina del tabaco.
- Buenooooo -dijo, o proclamó, Ramón-. Si soy feo se me diceee, ¿eh? Hay que ver... Ponme un cafecico, Pascual, majo -ordenó, tomando la butaca ya libre.
- Marchando -respondió éste, quien añadió en voz baja-. Nunca dejaré de aprender de ti.
- Si eso ya lo sé -le susurró Ramón, ya sin gritar ni el menor asomo de bruterío-. A las mujeres les quito el taburete así -dijo chasqueando los dedos y recibiendo las sonrisas de los conocidos de al lado.
Y eso pasó en el bar de barrio aquella mañana que, adivinen por qué, solía llenarse casi en exclusiva de varones.
2 comentarios:
¿Ésto es producción propia?
¡Me ha gustado mucho el desenlace!
Claro, made in Diabetes. ;)
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