miércoles, 20 de octubre de 2010

La casa de tócame Roque: una guardería con extras.

No pretendo sorprender a nadie hablando de lo que voy a hablar. Siendo maestro es de esperar: de la escuela y de lo que la rodea en la actualidad en España, al menos en el caso de la pública. Sé que lo que sucede en mi centro se da también en la mayoría de los colegios de primaria españoles.
Actualmente un niño va a la escuela y disfruta, o puede disfrutar, de muchas cosas aparte de recibir clases, como es lógico. Eso en sí no es malo, pero, como pretendo demostrar, termina convirtiendo al centro en un quasi caos donde lo secundario termina entorpeciendo lo principal: la docencia y a los propios alumnos.
En primer lugar, el curso escolar comienza antes y termina igual o quizá algo más tarde que hace diez o quince años. Eso, aparentemente bueno, no tiene efectos más allá de favorecer el efecto guardería a nivel social-general, pues los días de septiembre que antes no eran lectivos y ahora sí sirven para poco más que para que alumnos y profesores suden juntos y esperen la llegada de octubre y unas temperaturas más templadas para poder empezar en serio. Los maestros no pretenden, o pretendemos, trabajar menos empezando más tarde, sino preparar nuestro trabajo con algo de tiempo: no se puede comenzar un curso teniendo sólo cuatro mañanas de trabajo antes de que los niños se incorporen a las aulas, pues en esos cuatro días hay que conocer a los compañeros con quienes trabajaremos, decidir quiénes serán coordinadores, qué aula llevará cada cuál, cómo se distribuirán los espacios y los tiempos y un largo etcétera que quienes no se dedican a la docencia probablemente desconocen. Por ello, desde fuera tener a los niños cuanto antes en clase da tranquilidad y la impresión de que más días de clase es mayor calidad, mientras que la realidad no es tal y siguen echándose de menos algunas cosas sin las que una verdadera buena docencia es muy difícil de alcanzar.
En segundo lugar, el efecto guardería se magnifica puesto que, previo pago, un niño puede entrar en el colegio a las 7:30 y salir a eso de las 17:00 si está apuntado a la guardería, el comedor y una actividad extraescolar. Las ampas, o asociaciones de madres y padres, organizan estos extras para facilitar la conciliación de la vida laboral y familiar. De nuevo, esto no es a priori malo, claro. Pero veamos mediante un ejemplo lo que supone para la labor docente, cuya importancia es máxima o superior respecto a cualquier otra actividad que se desarrolle en un colegio. Si un alumno llega al colegio casi dos horas antes de que empiecen las clases y está ese tiempo en compañía de otros niños, parece sensato pensar que a la hora de comenzar la actividad docente esté algo cansado por haber madrugado o algo nervioso tras haber pasado ese tiempo jugando rodeado de niños de otras edades. Al mediodía, como siempre se ha hecho, se puede quedar a comer en el colegio. Durante esas dos horas, bien en este orden o en el inverso, el alumno come con ciento y muchos alumnos más (imaginad el alboroto) y luego pasa el resto del tiempo en el recreo (imaginad el alboroto). Los alumnos, casi el cien por cien de los días, llegan a la sesión de la tarde alterados tras dos horas de desconexión del aula; efecto muy notable ya que en general el porcentaje de alumnos que se quedan a comer es, diría yo a ojo de buen cubero, del sesenta por ciento. En mi caso, pierdo un ratito por la tarde en ponerles algún corto en la pantalla o en contarles cualquier cosa a modo de historia o cuento con el simple objetivo de reducir su nerviosismo e intentar -en la medida de lo posible, poca cosa por las tardes- que el rato se emplee en algo provechoso. Y una vez finalizada la sesión vespertina, el alumno puede acudir a una actividad extraescolar. Para, como es lógico, no hacer venir a sus padres a la salida del aula con el simple objetivo de llevar a su hijo un piso más abajo o al gimnasio, somos los profesores quienes nos encargamos, listado mediante, de mirar cada día qué alumnos van a qué actividad extraescolar y cuáles se marchan a su casa; como si no fuese suficiente malabarismo ser capaz de sacar a veinticinco niños a la hora exacta sin dejar el aula como si hubiese pasado un tornado. Los alumnos que van a una extraescolar se quedaban durante el curso pasado en los halls de salida esperando a su monitor -de modo que el resto del colegio tenía que atravesar ese pelotón para llegar hasta la puerta de salida-; para evitar esto, este curso permanecen en los pasillos, pero de igual modo eso entorpece el paso de los demás alumnos. Sin ir más lejos, el otro día me vino la directora y una madre preguntándome dónde estaba su hijo, el cual, descubrimos, se habría marchado solo a su casa. ¿Acaso puedo yo ver a toda mi tropa cuando bajo rodeado de cuatrocientos alumnos más mezclados con los pequeños grupos de extraescolaradictos y sus monitores? Pues no, oiga. Ah, y este curso también hay extraescolares al mediodía, así que a esa hora al grupo de los que se quedan al comedor y el de niños que se van a casa se añade el de los que se quedan a extrescolares. ¡Bieeeeeen!
Llegamos a un tercer aspecto: las religiones. Cada cual tendrá su opinión, desde luego. La que reina entre el profesorado es que las religiones, siendo cuestión de fe y no de ciencia como el resto de las materias, carecen de sentido en los colegios públicos, al menos en un país como España. Que un porcentaje importante de las familias inscriban a sus hijos en el área de religión no me parece justificación suficiente para que la religión ocupe parte de la jornada lectiva semanal, pues la mayoría no tiene siempre la razón. Por ejemplo, la mayoría de las familias estarían seguramente de acuerdo en que los profesores tuviésemos que estar a su disposición en tutoría todos los días de la semana en lugar de sólo uno como está estipulado, pero eso sería agobiante para el docente. Bien, el caso es que la religión, hablemos de la católica por ser la que más tiempo ocupa (o al menos la que en más colegios españoles encontramos), forma parte de las sesiones de clase de la semana. ¿Qué hacen los alumnos que durante la hora y media de religión no están inscritos en esa área? Están en "atención educativa", tiempo durante el que está prohibido por ley hacer una actividad de peso lectivo, es decir, que toque materias de las impartidas en el aula para todos, como lengua o matemáticas, para que no haya un agravio comparativo entre alumnos inscritos en religión y no inscritos. Y me pregunto: ¿tiene sentido tener a un número de alumnos, no pocos, sin hacer nada realmente útil durante hora y media a la semana, cuando algunos de ellos necesitarían ayuda como el comer, para que los otros puedan escuchar hablar de jesús y compañía? Pero atención, que ahora viene una segunda parte. En el caso de mi colegio, de nuevo siempre en servicio a la sociedad, se ha atendido la demanda de la religión evangélica y ya se imparten clases. Como el número de alumnos interesados en total en el centro es muy bajo, apenas uno por aula, las horas de docencia que la profesora tiene en el colegio es de tres y media; es decir, acude una mañana a la semana. ¿Qué se hace para atender al alumnado interesado, que pertenece a todos los niveles y cursos habidos en el centro? Lo único posible: sacarlos durante hora y media del aula, perdiendo lo que en ese momento toque impartir. En el caso de una alumna mía, llega a primera hora, se va con esta profesora, pierde una sesión de matemáticas y media de inglés y aparece en clase a mitad de esta sesión, momento en que probablemente sea incapaz de incorporarse a lo ya explicado en la media sesión impartida. Peeeeero... claro, es que no vamos a negarle el derecho de la religión, ¿no?....
Y en último lugar, mencionaré algo inevitable, totalmente comprensible en comparación con todo lo dicho, pero que no hay que olvidar. En la actualidad, a diferencia de lo que ocurría en las aulas hace unos veinte años en nuestro país, se atienden las características individuales de los alumnos, en especial las de los que tienen mayores particularidades y problemas de aprendizaje. De modo que algunos de los apoyos que reciben corren a cargo de un profesor que los saca del aula algunas horas a la semana y trabaja con ellos en grupo pequeño o de modo individual. Como es lógico, si este alumno, como le sucede a mi alumna de religión evangélica, ha perdido clase de algo importante para él, cuando menos deberé indicarle qué debe hacer en casa para estar al día de lo visto en el aula con todos sus compañeros. Pero entonces, ¿debo acordarme de qué alumnos hacen estos apoyos fuera del aula más quiénes han tenido religión evangélica más quiénes no han venido en todo el día por estar enfermos y de qué sesiones se ha perdido cada uno? ¿Y todo eso mientras tengo a veintitantos alumnos en el aula a quienes atender, veinte sesiones de clase que preparar por semana y dos reuniones por semana en la hora de trabajo personal al mediodía? Sí, ¿y qué más?
De modo que, como indicaba al principio, el profesorado tiene la sensación cada vez más de que en el colegio hay un manto de actividades y circunstancias que complican hasta tal punto su labor que ésta parece ser cada vez más secundaria...







sábado, 9 de octubre de 2010

Efectividad.

En un pequeño bar de barrio, que había conseguido hacerse una clientela más allá de los jubilados y los parados, su dueño, Pascual, vio que por la puerta entraban dos de sus más habituales cuando daban las once en punto de la mañana: Ramón y Luis. De lejos se escuchaba el vozarrón grave del primero:
- ¡Me vas a contar a mí lo que es eso! -exclamó Ramón, inundando los oídos de todos los clientes-. ¡Si llevo tras una carretilla y una pala desde que era así!
"Así" venía a ser metro y medio de estatura, sin duda mucho menos de los dos metros que ahora alcanzaba.
- Bueno, vale -respondió Luis dando muestras de calmar el diálogo y conseguir la paz-. Es verdad.
- ¡Más que yo nadie se ha dado sudadas! ¿Tú sabes lo qués, a las tres de la tarde en julio, estar ahí a tope, cuando todos están en su sofacico? ¡Buah!
En el mostrador, de los cuatro taburetes, tres estaban ocupados por hombres y uno por una mujer joven. Ésta le miró de reojo para averiguar de dónde venían aquellos gritos y después continuó prestando atención a su café y su cruasán.
- Además, que una cosa te voy a decir: acuérdate hace años que todo el mundo decía que venían muchos negros a quitarnos los trabajos, pero quiá -dijo Ramón agitando una manaza-: yo ya sabía que se vendrían todos a la zanja conmigo. Si están haciendo lo que nadie quiere. ¡Moza!
Exclamación dirigida a la mujer del cruasán, que reaccionó sabiamente fingiendo no reaccionar.
- Hay que ver, maja, qué mona que eres. ¿Estás soltera?
El cruasán seguía siendo lo más importante. Pascual, el camarero, se mordía la lengua y observaba.
- No dices nada o sea que sí. Pues mira, yo si quieres te invito a cenar hoy y luego lo que surja. Porque eres muy guapa -inspiró una flema que tenía atravesada en algún sitio de su garganta- y las tienes muy bien puestas.
Los otros señores fingían no escuchar, y el vozarrón dejó paso al silencio y a la mirada no correspondida de Ramón, que se limitaba a respirar al lado de la señorita. Ésta, tras unos segundos, cogió con ambas manos su almuerzo y se sentó en una de las mesas que había junto a la máquina del tabaco.
- Buenooooo -dijo, o proclamó, Ramón-. Si soy feo se me diceee, ¿eh? Hay que ver... Ponme un cafecico, Pascual, majo -ordenó, tomando la butaca ya libre.
- Marchando -respondió éste, quien añadió en voz baja-. Nunca dejaré de aprender de ti.
- Si eso ya lo sé -le susurró Ramón, ya sin gritar ni el menor asomo de bruterío-. A las mujeres les quito el taburete así -dijo chasqueando los dedos y recibiendo las sonrisas de los conocidos de al lado.
Y eso pasó en el bar de barrio aquella mañana que, adivinen por qué, solía llenarse casi en exclusiva de varones.