Este domingo, a las once y media de la mañana hora nueva, sonó el timbre de mi puerta. Tengo por costumbre dejar pasar unos segundos para ver si se escuchan otros timbres y deducir así que se trata de un vendedor plasta o un señor trajeado que desea entregarte un folleto de su inmobiliaria. Pero esta vez la dulzura con que sonó, un pulso lento y tranquilo, me hizo pensar que era alguno de mis vecinos, así que me puse un pantalón con rapidez y abrí la puerta.
Mi cara debió de ser de foto cuando me encontré con dos personas, un hombre y una mujer sudamericanos, que querían saber si había leído alguna vez la biblia. ¡Oh, no, la tercera opción, los plastas religiosos, se me había olvidado! Había caído en un fallo de principiante o de lavado con Perlán.
-No, no he leído la biblia.
-¿Puedo saber por qué? -preguntó él.
-Porque me siento muy ajeno a lo que dice. Soy ateo.
Ante lo cual huelga decir que ninguno de los dos optó por despedirse, sino por emprender una cruzada dialéctica para abrirme los ojos a mí, perdido del Señor, y hacerme comprender que ante una obra tan magnífica como es el universo se debía de esconder alguien. El argumento era típico: hay tantas cosas que todavía no sabemos y para las que la ciencia no tiene la respuesta que, por tanto, está claro que Dios es lo que falta en la ecuación. Me encasquetaron, tras diez minutos largos de charla, un libro según ellos científico.
Mi cara debió de ser de foto cuando me encontré con dos personas, un hombre y una mujer sudamericanos, que querían saber si había leído alguna vez la biblia. ¡Oh, no, la tercera opción, los plastas religiosos, se me había olvidado! Había caído en un fallo de principiante o de lavado con Perlán.
-No, no he leído la biblia.
-¿Puedo saber por qué? -preguntó él.
-Porque me siento muy ajeno a lo que dice. Soy ateo.
Ante lo cual huelga decir que ninguno de los dos optó por despedirse, sino por emprender una cruzada dialéctica para abrirme los ojos a mí, perdido del Señor, y hacerme comprender que ante una obra tan magnífica como es el universo se debía de esconder alguien. El argumento era típico: hay tantas cosas que todavía no sabemos y para las que la ciencia no tiene la respuesta que, por tanto, está claro que Dios es lo que falta en la ecuación. Me encasquetaron, tras diez minutos largos de charla, un libro según ellos científico.
Me dieron su número de móvil para que les telefoneara una vez lo hubiese leído y yo les recomendé de vuelta el libro Doce razones que demuestran la no existencia de Dios. (Seguro que no se lo leen).
Pero lo que me hizo gracia de todo esto fue el curioso momento en que las vidas de estas personas, unidas en matrimonio por cierto, se habían cruzado con la mía: un domingo de mañanas, ellos tratando de llevar su verdad hasta el último rincón de los hogares de los pobres ateos descarriados y yo habiendo dormido apenas cuatro horas y con un chico en la cama que había conocido el día anterior. Se les habrían caído los Salmos al suelo de haber sabido que estaban hablando con un sodomagomorriano de pro en uno de sus escasos momentos de sexo rápido.
Me sentó bien salir por ahí el sábado sin preverlo. Y encima vino Dios y lo vio. O eso parece.