Si os aburrís tanto como para leer mis posts de hace exactamente un año, comprobaréis que andaba hablando de la genial idea de vivir en Daroca entre semana.
Ahora os hablo de la estupenda idea de vivir en Zaragoza y dejarme de vivir en dicho pueblo.
Es una decisión casi tomada: abandono Daroca.
Resulta triste decir que lo hago por las campanadas, pero es así: simplemente por las campanadas.
Hace unos días, por alguna extraña razón, no sonaron durante casi una semana entera, y me despertaba a las ocho de la mañana como un campeón. Pero tras esa pausa, ese limbo -que cito ahora que la iglesia lo ha hecho desaparecer, por si no lo sabíais (me encantaría haber asistido a esa trascendente reunión)- que los dongs dongs mañaneros me concedieron, los ruidos volvieron y con ellos esos madrugones tontos a las siete de la mañana un día de cada dos.
Uno de los motivos por los que me quedo en Daroca es porque así me puedo acostar a las doce y levantarme a las ocho; pero en la práctica me estaba despertando a las siete y matándome a bostezar en el trabajo. Eso unido a que suenan campanas (ejem) de que casi todo lo que queda de autovía hasta mi colegio estará abierto para verano, me hace ver con buenos ojos animarme a coger la carretera diariamente.
Una parte de mí se arrepentirá, porque en mi casa zaragozana rendiré menos en cuanto a lectura, estudio antropológico y etcéteras, pero el descanso es el descanso y estoy hasta los huevos de esa tradición campanil. --->
---> Pensamientos habituales:
- Qué sueño tengo, me voy a echar la siesta. ¡Ah, no! Que son menos diez, esperaré a que toquen (dos veces) la hora en punto y me echaré luego.
- ¡Joder, las siete y cinco de la mañana! ¿Qué cojones hago hasta las nueve y media que entro?
Tras estas experiencias, me queda cierto complejo de exagerado, de tiquismiquis y de ansioso. Menos mal que Rebeca, la que sustituyó a Isabel durante enero, sufrió el mismo mal y me hace sentir que tener el sueño algo ligero no es tan raro.