viernes, 18 de noviembre de 2011

Fuera de control.




Hace varias semanas percibí que el vecino de abajo tenía perro porque lo escuché ladrar. Al perro, quiero decir. No lo había oído antes, y no sabía si por falta de atención por mi parte -bastante molestan ya otros vecinos- o porque el nuevo inquilino era recién llegado.


Pronto descubrí que se lo habían encontrado por la calle, no recuerdo quién me lo hizo saber.


El perro ladraba y sobre todo aullaba como lloriqueando, probablemente porque los dueños, durante algunas ocasiones a lo largo del día, lo dejaban solo. Era molesto porque cuando empezaba podía estar media hora seguida con su cantinela.


Alguien colocó un cartel en el patio del edificio quejándose precisamente de ello. Mira, pensé, ya no soy el único que está molesto. Los vecinos del quinto respondieron con otro cartelito, indignados por el cartel anónimo y anunciando que lo iban a entregar a los antiguos dueños si aparecían o dárselo a no se sabe quién.


Me armé de paciencia pensando en eso: en que pronto desaparecerían los ladridos de mi vida.


Pero los días se sucedieron y no sólo continuaron, sino que aumentaron en intensidad y en número: ahora el perro hacía lo propio en torno a las seis de la madrugada, allá cuando se empieza a hacer de día cuando todavía se utiliza el horario de verano y el tráfico en mi calle empieza a escucharse. Y un día, y otro, y dos de cara tres que un servidos era despertado por tan desagradable sinfonía; las consecuencias eran somnolencia en el trabajo, necesidad de siesta a la vuelta del mismo y desgana y desatención en mis actividades o hobbies.


Me planteé decírselo al vecino, pero confieso que bajar y llamar a la puerta tratando de ser amable para decir que estaba hasta los cojones de su perro me superaba. No me veía capaz, porque me parecía una situación incómoda y porque presuponía que los dueños lo escuchaban también y les daba igual.


Dos semanas después, sobreviviendo a base de recordar ponerme tapones para los oídos de regreso de mi casi fijo viaje a mitad de noche para ir al baño, ya no sabía qué hacer.


Un día bajaba en el ascensor. Una vez modernizado éste, se detiene cuando uno desciende y alguien pulsa para ir hacia un piso inferior también -cosa que en mi edificio es toda una novedad-. Se detuvo el susodicho en el piso cuarto y entró una mujer que conocía de vista, con un perro.


- Perdona, imagino que no eres tú, ¿pero por casualidad es tu perro el que ladra constantemente a lo largo del día?


Respondió que no, pero que vivía debajo de dichos vecinos y que también se andaba despertando a las seis de la madrugada. Uf, qué bien, pensé, entonces no es que yo sea un neurótico que se despierta a la mínima, chupi. Me contó lo del perro encontrado en la calle, lo de que el cartelito había molestado a los nuevos dueños del animal, y añadió lo de que cuando estaban a punto de abandonarlo, ella había intercedido, pena mediante, para que lo cuidasen.


- Pues mecagüen usté -pensé-, que el que ha de darle pena soy yo y usted misma.


Entonces vino un dato revelador: la mujercilla añadió que en una tienda canina cercana había visto un cartel que con toda probabilidad era el de los verdaderos dueños del perro, y había apuntado el teléfono pero no se atrevía a llamar porque claro, fíjate el cariño que ahora los vecinos le habrán cogido a la criatura ya.


- Bueno, no se preocupe -dije yo-, a mí no me da ninguna pena llamarles y que se lo lleven.


La vida me sonreía de nuevo. El caso es que, siguiendo las indicaciones de mi compañera de desvelo matinal, traté de encontrar el anuncio en la tienda pero la tienda no aparecía. Lo intenté una tarde y nada, una segunda y tampoco.


Y bajaba en el ascensor cuando, tachán, se detuvo en el quinto. El vecino molesto, con sus gafas y su perro, entraron para acompañarme en el camino descendente. Era él, sin duda.


- Hola -la ocasión la pintaban calva y no la quería desaprovechar-. ¿Tú vives en el quinto e?


- Sí.


- Pues es que quería hablar contigo del perrico.


El ico, un tono rollo amable chill out y cierta (falsa) comprensión sobre lo que es cuidar de un perro, controlar sus reacciones y como vecino tolerar los ruidos durante el día me permitieron destacar que escucharlo durante la noche, cuando apenas estaba amaneciendo, no era de recibo.


- Es que -arguyó- cuando me marcho a trabajar me quedo escuchando desde afuera a ver pero no lo oigo.


- Pues sí, sí, ladra y aúlla porque le debe de dar cosa quedarse solo y se escucha bastante.


Pareció correcto y mostró cierta actitud como de disculpa, así que llegué a la conclusión de que algo iba a hacer para que el perro dejase de incordiar a los que estábamos a su alrededor. No busqué ya la tienda canina.


Despertarme de nuevo con los ladridos los tres días siguientes, y con una exactitud matinal envidiable, me hizo cambiar de opinión. No sabía si el vecino había procurado hacer algo o no, pero en cualquier caso sus esfuerzos habían sido infructuosos. Me negaba a estar durmiendo seis horas escasas en lugar de siete y media, o de dormir siete en varios turnos con suerte.


Y regresando una tarde de mi clase de idiomas, aprovechando que iba en bici, recorrí las calles de alrededor a buena velocidad y, tachán, vi la tienda con el cartel. No sólo eso, sino a las propietarias de la tienda bajando la persiana.


Les conté mi historia y añadí que no tenía ganas de ser yo, con mis claras ganas de quitarme los ladridos de encima, el que promoviese la vuelta del can a su hogar habitual. Me comprendieron y me aseguraron que ellas lo harían por mí garantizando mi anonimato.


Y sí, sí, qué bien. Los cojones. Dos días después seguían adornando los ladridos mis seis de la mañana. Mensaje de sms en plan anónimo que te cagas: "Hola, su perro se encuentra en xxxx xxxx xxxx, número xx, piso xx." Pasó el día y ninguna respuesta, y ladridos mañaneros de nuevo. Pero...: ¡llamada de repente!


- Hola, llamaba porque dices que sabes dónde está mi perro.


En un minuto y cuarenta y siete segundos de conversación expliqué lo necesario para que la dueña se dispusiese a ir a por su bichito. No me dio las gracias, creo, pero casi se las di yo a ella. Habiendo anunciado que rescataría al animal en una media hora, y no teniendo ganas de escuchar el momento, me puse a ver una película de Marisol (lo que hace haberse vuelto un fan loco, de repente, de cualquier tipo de musical), una algo rara por dos razones: porque en la parte final de la película se ponen a cantar jotas nombrando a Aragón y porque uno de los personajes adultos es un joven veinteañero que está supercachas y luce músculo en varias ocasiones, que era lo último que, para mi agradable sorpresa, me esperaba en un filme así.


Y... no os lo vais a creer pero... esta noche nadie me ha despertado a las seis de la mañana... Qué bien... Claro que me he despertado yo solo, porque cuando cojo una costumbre aunque sea involuntaria, me cuesta soltarla...




¿Y qué sucedería si un perro del vecino, totalmente fuera de control, de mi control, fuese algo no temporal? ¿Broncas? ¿Amenazas? ¿Denuncias? En internet, pues bien me he informado, se cuenta que grabar y demostrar que un perro molesta es muy complicado; y gastarme ochenta y cinco euros en un silbato de ultrasonidos que no garantiza quitarle las ganas de ladrar tampoco era un plan muy apetecible.




Espero que nadie se encuentre con un plato tan incontrolable y de tan mal gusto como el que acabo de relatar; y mucho menos si es para más de tres semanas como en mi caso. Es un modo económico de arruinarse la existencia.

2 comentarios:

enmovimiento dijo...

¡Me encanta la foto! En cuanto a la historia... es una diabetada total. Estoy pensando hacer lo mismo con el bebé de mis vecinos, a ver si alguien se lo quiere llevar.

Diabetes dijo...

¡¡Ánimo!!