La gente –¿quién, por tanto?- dice que Bélgica tiene poco para ver y que con ver Bruselas y Brujas uno ya tiene más que suficiente, y que no vale la pena pasar mucho tiempo en ese país. De modo que cuando nos juntamos para comprar los billetes de avión en mi casa, Javier y yo decidimos comprar los billetes de ida y de vuelta con diez días en medio, para pasar cuatro en Bélgica y seis en Holanda. Insisto, como siempre, en lo estupendo que es comprar los billetes pronto. Lo hicimos a final de febrero o principios de marzo, no recuerdo bien, y pagamos cien euros por los dos vuelos juntos: Zaragoza – Charleroi y Amsterdam – Barcelona. Pues bien, ¿no?
El verano prometía sin duda ser para mí el de practicar francés: la semanita en Perpignan y ahora tres diítas en Bruselas. ¡Chupi, parfait!
Tomé el autobús hasta el aeropuerto. Cuesta tres cuartos de hora largos llegar hasta allí, ya que el vehículo da una serie de interminables revueltas por Plaza para dejar a la gente que trabaja por allí. Ryanair nos llevó con puntualidad hasta el aeropuerto de Charleroi.
Ahí llega una desagradable sorpresa: hay que tomar un bus para ir hasta Bruselas que cuesta trece euros nada menos. Admitiendo que no he confirmado la siguiente información, como todo buen periodista ha de hacer –como yo no lo soy…-, este autobús debe de pertenecer a Ryanair, de modo que el vuelo pasaría a costar subrepticiamente trece euros más de lo que en un principio parecería.
Convencí a Javier para que abandonara su costumbre de alojarse en buenos hoteles con grandes comodidades y apostase por gastar lo menos posible en alojamiento. Como le expliqué, no me importa arriesgarme a dormir mal alguna noche por compartir habitación con dos o tres personas más si a cambio me ahorro un dinero considerable y de paso tengo la oportunidad de toparme con ingleses o franceses con los que charlar un poco en la habitación si hay buen rollo.
Habíamos reservado una habitación para tres noches en Bruselas. La idea, que pusimos en práctica sin problemas, era ver la ciudad y aprovechar el tiempo en ese país para tomar el tren y acercarnos a Brujas y Gante.
La habitación era para cuatro personas, así que descubrimos quiénes eran nuestros dos compañeros: un chino. Sí, nadie más. No había cuarto compañero de cuarto, valga la redundancia. El chino a las ocho de la tarde ya estaba durmiendo y lo hacía con tanta orientalidad que muerto habría ofrecido el mismo aspecto. En recepción nos dijeron que las dos noches siguientes tendríamos que cambiarnos a otra habitación, lo cual nos provocó bastantes molestias al no poder trasvasar todo antes de irnos a turistear, por estar nuestra nueva habitación aún ocupada. Bien, el caso es que nos tocó en una habitación que en realidad daba a dos habitaciones más, en total tres de cuatro personas cada una. O sea, doce. ¿Y quiénes eran nuestros compañeros esta vez? Pues nueve adolescentes ingleses y el chino, a quien también habían trasvasado.
La pregunta me sale del alma: ¿por qué siempre ingleses? ¿Por qué siempre ellos? Mira que en teoría me encanta toparme con gente de esta nacionalidad para poder practicar inglés con nativos cien por cien. Pero es que siempre me tocan críos que van en grupo y que respetan tus horas de sueño menos que las arañas o los ratones. Uno de los días tuve que poner cara de persona cabreada y, al llegar a la conclusión de que una vez puestos ellos en pie a las nueve de la mañana y ponerse a hablar en voz alta esa actitud iba a proseguir indefinidamente, decirles que estaba intentando dormir y que en definitiva no estaban solos en la habitación. De poco sirvió, aunque la mañana siguiente fue menos ruidosa… que no la noche, que fue armoniosamente decorada por mi vecino superior de litera con sus ronquidos. Jamás, repito, jamás, había encontrado un roncador como él. No dejaba de roncar ni diez segundos; no sé, la gente que ronca suele dejar de hacerlo pasado un ratito, uno de los cuales pensaba aprovechar para quedarme dormido. Pero este chico estuvo roncando lo que calculo que fueron tres cuartos de hora. Agarré la manta y como había varias duchas dentro de la habitación con mucho espacio, me tumbé en el suelo de una de ellas y ahí dormí unas cuatro horas en un bendito silencio. Cuando llegó la mañana y nos despertamos, estuve a punto de darle mi pésame al chaval por el problema que tenía y por sus futuras parejas de lecho, pero me contuve porque seguramente habría pensado que era un puto español entrometido.
Pero ciñámonos de una vez a lo que es el viaje en sí. Tampoco voy a ir detalle por detalle, porque no ha sido en general un viaje de cosas puntuales fantásticas, sino de ver conjuntos de ciudad y de conocer algunas personas. De sensaciones generales, si lo queremos llamar así. Primero vimos un poquito Bruselas. Hay que decir de entrada que la ciudad tiene bastante poca cosa que ver. Museos aparte, que ignoramos primorosamente, en un día se puede ver lo que hay que ver. Pero lo poco que hay que ver es bonito: iglesias, catedrales, tiendencitas y por supuesto la Grande Place, que es enorme y preciosa, rodeada de edificios preciosos por los cuatro costados.
Para orientarse por la ciudad basta con pedir un mapa en la oficina de turismo. No es demasiado complicado encontrar el camino a ningún sitio; salvo quizá, para mí gusto, cuando yendo al norte uno va cuesta abajo y hacia el sur cuesta arriba, tontería que también me desorientaba mucho en Atenas. Es una consecuencia de decir, o al menos oír, lo de “me bajo a Teruel” o “me subo a Huesca”.
Brujas es muy bonita. La gente lo dice y, por una vez, la gente -¿quién es la gente?- tiene razón. No tenía el menor halo de misterio, que es lo que a uno el nombre le hace pensar. Es más bien muy bonita como, digo yo, puede ser por ejemplo Praga: porque la arquitectura y el ambiente es distinto a lo acostumbrado y mires a donde mires te dan ganas de hacer fotos. Toda ella es muy turística, para bien y para mal.
En cuanto a Gante, es menos bonitaportodaspartes pero tiene algunas rincones muy bonitos, algunas plazas deslumbrantes y edificios visitables con vistas asombrosas. Eso sí, como se puede deducir por la foto, hay que ir con mucho cuidado porque hay caníbales sueltos:
A Gante fuimos con Daniel, que habíamos conocido unas horas antes de ir allí en Bruselas porque le había enviado un mensaje por Internet. Mi amigo y él congeniaron estupendamente, y a día de hoy andan enviádose sms´s y ansiando que llegue mitad de septiembre, cuando Daniel –que es por cierto canadiense- se marcará un viaje de fin de semana a Zaragoza. Por ello, los dos últimos días en Bélgica los pasamos casi por entero en su compañía, así que hablé francés mucho más de lo que en principio había supuesto.
Me olvidaba de Amberes, qué despiste. Quizá porque la vimos literalmente de paso: descubrimos que pasábamos por esta ciudad camino en tren a Amsterdam, así que decidimos parar unas horas y verla. Mereció la pena relativamente, quizá porque Gante y Brujas en comparación le daban mil vueltas. Al menos descubrimos allí un restaurante italiano donde probé el carpaccio por primera vez –carne cruda en filetes muy finos con queso, ¡qué rico!- y me aticé una pizza tan grande que dejé un cuarto para el perro del restaurante, si es que había uno.
Holanda tiene su gran anécdota, pero de momento estamos hablando de Bruselas y mencionaremos la suya. Fuimos Daniel, Javier y yo a un Subway a cenar, que no tiene nada de belga pero sí de económico y de gastronómicamente previsible, y elegimos nuestros bocadillos. Ellos dos estaban sentados charlando mientras yo, frente a la barra, me sentía abrumado por la cantidad de bocatas entre los que podía elegir. Tuve la siguiente conversación en francés, que escribiré primero en francés y luego traduciré:
- S´il vous plait, le sandwich numero 12, le Thon, quels sont ses ingredients ? –pregunté.
- Mmmmm... poisson –me respondió la camarera.
- D´accord, merci. No, je vais choisir le 11.
Y nada, me quedé tan tranquilo. En cuanto me senté, me preguntó Javier por el bocadillo que había elegido, pregunta a raíz de la cual él o Dani, no recuerdo quién, dijo que thon quiere decir atún en francés. Así que claro, me empecé a escojonar de risa de inmediato y, cuando pude dejar de reír y llorar, les repetí la conversación que había tenido con la camarera:
- Por favor, el sándwich número 12, Atún, ¿qué ingredientes tiene?
- Mmmmm…. Pescado.
- Vale, gracias, prefiero el 11.
Vamos, que la camarera debió de pensar no sólo que era extranjero sino además víctima de ausencia de oxígeno en la incubadora.
(CONTINUARÁ)